Peligroso error de un equipo de médicos
Una doctora me contaba, hace días, una historia emocionante. Su oficio es magnífico: se dedica al análisis preventivo de varias enfermedades de los recién nacidos, enfermedades que, detectadas en los primeros días de la vida, logran salvar mucho niños de la muerte y ahorrar muchos dolores tardíos. Y sucedió, en una jornada en la que los médicos estaban sobrecargados de trabajo, que alguien en su laboratorio, se equivocó al poner las etiquetas en las muestras de los análisis. Sucedió así que se aplicaron curas innecesarias a un niño que estaba bien y, lo que es peor, se dio por sano a un niño claramente predispuesto a varias enfermedades. Meses más tarde, lo que se había dado por imposible, se declaró en este niño declarado sano, por lo que las curas tardías fueron mucho más dolorosas y peligrosas. Y todo esto a causa de aquel error en el cruce de etiquetas. Los médicos de aquel laboratorio sufrieron, por este error tanto o casi tanto como los padres. Pero, gracias a las curas, el pequeño pudo salvarse. Un año más tarde, aquellos padres fueron a visitar a la doctora. ¿Para quejarse de aquel error que puso en peligro la vida de su hijo? No; para que la doctora viera lo bien que el niño estaba y para que no siguiera sufriendo al recordar aquel error que se había cometido… La doctora, que me contaba la historia, se emocionaba al hacerlo y me decía que, mientras tantos hubieran guardado rencor, aquellos padres habían descubierto que la posibilidad del error es parte de la condición humana, que también un médico tiene derecho al cansancio y que sus fallos deben ser comprendidos como los de los demás hombres.
A mí no me gusta la fórmula “derecho a equivocarse”. No tenemos verdadero derecho al error. Lo que sí tenemos si es el derecho a ser comprendidos en nuestros fallos, a ser aceptados con nuestros errores, a ser perdonados por nuestras estupideces, a ser reconocidos como hombres que inevitablemente cometerán siete tonterías al día y setenta veces siete por años. “El justo cae muchas veces, pero se levanta, mientras que los malvados se hunden en su adversidad” (Pro 24,16) La vida nos ha enseñado a perdonar, que es el arte más difícil que existe. “Se puede ser muy cruel al perdonar, – decía S. Agustín – cuando se perdona desde arriba desde la dignidad del ofendido. Hay que perdonar sabiendo que también nosotros necesitamos de perdón”
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