Cualquier experiencia vivida en plenitud no nos deja indiferentes. Cala hondo en nuestras vidas y nos transforma. “A medida que las experiencias son profundas y auténticas, las personas quedan transformadas, cambiadas. Es difícil que haga verdadera experiencia quien no está dispuesto a cambiar, así como es difícil cambiar de vida, si no se viven experiencias significativas.”
Los que, auténtica y profundamente, han vivido la experiencia del Señor Resucitado resultan transformados. Este acontecimiento les suscita la fe como “dinamismo que brota de la Pascua de Cristo…”
Ésta es la experiencia de la primera comunidad de Jerusalén. Experiencia cercana y viva que hacía exclamar: “Miren cómo se aman”. El acontecimiento de la resurrección se hace testimonio por la fe. “¿Por qué son así? ¿Por qué viven de esa manera? ¿Quién los inspira? ¿Por qué están con nosotros?… Este testimonio constituye ya de por sí una proclamación silenciosa…” Y es ese mismo testimonio el que se hace Palabra en el primer anuncio y en la catequesis. La Verdad gustada, saboreada, conocida y vivida se comunica a otros hombres y mujeres. Resuena en el corazón de los que la reciben, dejando que ella se encarne en sus propias vidas. Por eso, la experiencia de fe nunca es, del todo, una experiencia de soledad. Está llamada a hacerse eco y a suscitar una adhesión de corazón a la Persona de Jesús, a su Mensaje y a un nuevo estilo de vida. Nuestra fe es, por lo tanto, una experiencia eclesial.
Los catequistas, como hombres y mujeres de fe, somos hombres y mujeres de la Iglesia. Nuestra vida es sostenida y animada por el acontecimiento de la resurrección. Es como si recién regresáramos de Jerusalén. Como si hubiéramos visto la piedra corrida y el sepulcro vacío; como si hubiéramos escuchado al Señor alentándonos a echar las redes mar adentro, allí donde hay buena pesca; como si hubiésemos visto las llagas del cuerpo glorificado de Jesús; como si nos hubiéramos quedado mirando al cielo durante la Ascensión del Maestro y como si hubiésemos recibido al Espíritu Santo estando las puertas cerradas del Cenáculo.
La fe del catequista no proviene esencialmente de cuánto sabemos o de cuánto hemos estudiado, ni siquiera de cuán buenos somos o de nuestra habilidad metodológica.
La fe del catequista es, fundamentalmente, don que Dios otorga gratuitamente, y respuesta que se funda en la certeza de la Resurrección como piedra angular de la Revelación. Ante tantos hombres y mujeres que, como el etíope de las Escrituras, peregrinan sedientos de una respuesta que dé sentido a su vida, los catequistas no guardamos nuestra fe. La entregamos a manos llenas. Y, mientras más la comunicamos, más crecemos en esa misma fe. Nuestra palabra y nuestra vida se hacen testimonio en la comunidad. Los catequistas conocemos nuestra fe, la celebramos, la rezamos, la vivimos y la comunicamos con toda la fuerza de nuestra vocación. Hacemos de ella un preciado vínculo con Dios, con nuestros hermanos y con nosotros mismos.
“Muchos de nuestros contemporáneos se han alejado de la tradición cristiana y hoy, sin desear volver atrás, prosiguen su camino con la esperanza de redescubrir en toda su novedad y en toda su libertad lo esencial de la fe. Ellos se preguntan: ¿y si fuera cierto todo lo que aquellos hombres escribieron hace veinte siglos y que ha sido tan deformado por el miedo, la violencia y el ansia de poder…?”
La fe de los catequistas es rica en perseverancia, tesón y esperanza. Algunos de ellos nos han hecho llegar, sencillamente, estas palabras que tienen el signo del testimonio: los catequistas vivimos en la serenidad de una fe sin sobresaltos, vivimos en la dulzura y en la calma de la fe. Otras veces, anduvimos por los desiertos y las noches del alma y pudimos retornar a la fe. No desde el mismo lugar en el que estábamos. Regresamos después del dolor, el enojo o el desengaño. Volvimos fortalecidos, amando más al Señor Jesús, siguiéndolo más de cerca y con un don renacido para comprender y acompañar a los que están lejos de la fe.
Tanto los catequistas de la serenidad como los catequistas del retorno sabemos que es absolutamente cierto lo que aquellos hombres escribieron hace veinte siglos. Creemos que es verdad. Lo sabemos en la profundidad de nuestro corazón. Por eso, sabemos quedarnos a los pies del Señor escuchándolo, más allá de los quehaceres del mundo, y sabemos quedarnos junto a la cruz de Jesús, tanto en el arrepentimiento de aquel ladrón como en el enojo de aquel otro. Siempre junto al Señor, aunque volver junto a Él nos cueste la vida.
Creer en comunidad
Los catequistas somos parte de la comunidad eclesial. Ya hace mucho tiempo, la Iglesia subrayó la dimensión comunitaria de la Catequesis. La comunidad como fuente, lugar y meta ha situado el ministerio catequístico bajo el signo eclesial de la Koinonía. Los catequistas nos hemos iniciado en la fe de la comunidad y allí hemos madurado nuestras opciones, haciéndonos testigos de esa misma fe. No constituimos un simple grupo, como los que integran los movimientos o instituciones eclesiales. Somos la voz y el gesto de la fe de la comunidad. A nosotros se nos delegó la misión del anuncio.
Pero el verdadero “catequista” es la comunidad misma. La Palabra del Señor se hace eco en la profunda experiencia de fe que viven sus miembros. Y el eco no puede callarse. Una vez vivida la experiencia de la fe, ella resuena en todo el espacio catequístico, que es la comunidad eclesial. Resuena y se propaga suscitando la fe naciente de los que se acercan y fortaleciendo la fe más madura de sus integrantes.
La Iglesia toda posee la función profética y la ha delegado en algunas personas que hemos sido, especialmente, llamadas a anunciar la Buena Noticia de Jesús. Toda delegación supone una simple entrega de la tarea en sí misma, pero nunca es una entrega de la responsabilidad contenida en esa tarea. Si la comunidad eclesial se despreocupara de su función profética, se desnaturalizaría. No sería quien está llamada a ser. La catequesis no es, por lo tanto, un ámbito cerrado y reservado a unos pocos “especialistas” del anuncio. Esta dimensión comunitaria de la catequesis no es, ciertamente, un rasgo nuevo. Sin embargo, el nuevo paradigma catequético se vuelve hacia él con una fuerza nueva. Esta dimensión se hace reclamo a la catequesis de este tiempo desde varias perspectivas:
El hambre de comunión que experimenta el hombre de hoy, atrapado en el individualismo de una sociedad del éxito, el consumo y la soledad en medio de la masificación.
La catequesis de la comunidad como catequesis intergeneracional 6. Sin sujetarse a rígidos itinerarios de una tradicional catequesis por edades, se propone al catecúmeno la fe de la comunidad cristiana, como experiencia global en la que quedan entramadas la fe vivida en el testimonio; la fe conocida a través de toda la función profética, en sus diversas formas, y la fe celebrada en la liturgia.
Una catequesis, diferenciada y común a la vez, que sabe integrar, en un delicado equilibrio, lo específico de cada persona en su singularidad irrenunciable y lo esencial como propuesta generalizada a todos.
La experiencia de fe del creyente es siempre única e intransferible. La misma fe de su catequista y de su comunidad en una experiencia distinta y absolutamente original. En esta experiencia la persona realiza una secuencia de actos valorativos, desde la simple apreciación de los valores evangélicos, que la comunidad creyente y testimonial le propone, hasta la encarnación de esos valores en su proyecto de vida.
La catequesis, tal como la hemos concebido tradicionalmente en el proceso evangelizador, se dirige a quienes ya creen y sigue el orden de la exposición. En cambio, cuando una comunidad creyente propone su fe, sigue el camino inverso: no el de la exposición lógica, sino el camino del descubrimiento. Para entrar en esta lógica, hay que pasar de la experiencia de fe vivida por una comunidad a la enunciación de los objetos de la fe expresados en el Credo. El “Amén” de una comunidad creyente y testimonial suscita la fe del nuevo creyente.
Catequistas dialogantes
La multiculturalidad se manifiesta como verdadero emergente de un mundo globalizado y en permanente cambio y sincronía. La poderosa mediación de las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación “disuelve” las fronteras y provoca la convivencia de diversas culturas. Esta diversidad cultural va de la mano de una profunda diversidad religiosa. Las culturas coexistentes en un mismo espacio pueden hallarse en tres situaciones posibles: en conflicto, en diálogo o en situación de indiferencia. Esto conlleva tres interpretaciones posibles de la multiculturalidad.
La interpretación etnocentrista considera que una de las culturas es la hegemónica y las demás deben subordinarse. Existe la multiculturalidad, pero puede observarse una cultura dominante que quiere reprimir a las otras. Podemos hablar, entonces, de una intención monocultural. Esta interpretación responde al pensamiento único o a la llamada homogeneización de las culturas.
La posición liberal, en cambio, afirma y permite la existencia de la diversidad. Pregona que todos sean como quieren ser, pero no plantea los últimos condicionamientos de las diferencias. Por eso, es tolerada la pobreza, como parte de la diferencia, afirmando que siempre hubo y habrá ricos y pobres. Favorece el relativismo, admitiendo la existencia de muchas verdades.
Finalmente, la interpretación intercultural pone el acento en la vinculación de las culturas diferentes, sin pretender que una se asimile a la otra. Favorece el diálogo en la diferencia conscientemente asumida. Se excluye la violencia y se busca pacientemente la justicia a través del diálogo.
La diversidad como una de las expresiones más reiteradas de la multiculturalidad es, ciertamente, uno de los desafíos más repetidos hoy a nuestro ministerio catequístico. Desafío que se presenta como realidad cultural a los distintos ámbitos de la vida social: la educación, la política, la economía, la evangelización. Se convierte, en no pocas ocasiones, en reclamo a la equidad y nos demanda respuestas justas y creativas. Este desafío asume distintas perspectivas. La diversidad es amplia y variada en sí misma.
En otros tiempos, en los cuales la socialización religiosa y la cultural se identificaban, las personas llegaban a los procesos catequísticos en situaciones de fe más similares. Hoy, cuando la religiosidad de los padres y maestros ya no constituye el modelo único a transmitir, los interlocutores llegan a la catequesis desde caminos diversos y nos reclaman, explícita o calladamente, itinerarios diversos.
A veces creemos que la tolerancia es respuesta suficiente ante la diversidad. Si asumimos esta postura, estamos realizando una interpretación liberal donde todo vale en un aparente pacifismo sin compromiso y sin diálogo con aquél que piensa o cree de modo diferente. A veces centrados en cuestiones que tienen que ver con la organización o con la cantidad de los que vienen o no vienen, ¿advertimos que la diversidad nos desafía hoy a ser diversos? ¿O seguimos uniformando y cerrando nuestra propuesta con rígidos monólogos, sin permitirnos la justicia y la creatividad de la escucha y del diálogo?
Los buenos encuentros de catequesis propician el diálogo. Los interlocutores le responden libremente a Dios desde la hondura de su interior. En otras ocasiones, no dejamos espacio a este diálogo. Preocupados por lo que “tenemos” que decir o por lo que los catequizandos “tienen” que saber, convertimos el encuentro en discursos magistrales. La clave consiste en escuchar y dialogar, para pasar, de este modo, del sentido literal al sentido simbólico, de la opacidad a la iluminación y del texto al sentido.
Empecemos a construir redes
Los catequistas tenemos vocación para el diálogo y para la diversidad. A veces, no nos sale del todo bien, pero nos basta volver la mirada y el corazón hacia Jesús catequista. Él advierte la diversidad, la considera y la incluye en su propuesta. Llama la atención y conmueve la originalidad de cada diálogo. Nicodemo, la samaritana, el recaudador de impuestos, los niños, los enfermos, los pecadores, el joven rico… A todos los incluye. Nadie queda afuera del anuncio. Con todos ellos entabla un diálogo único y personal.
Jesús animaba a los apóstoles a echar las redes mar adentro. Resulta sencillo imaginarlo junto al mar de Tiberíades remedando nudos y asegurando la fortaleza de la red. Que alcance para todos, que todos se beneficien con la pesca compartida. La escena nos inspira también a nosotros, catequistas. Podemos empezar a construir una red.
“Son necesarios los tejedores de redes, es decir, gente que dedique tiempo y esfuerzos a abrir espacios comunes de colaboración con otros individuos y entidades… Ser tejedor de redes requiere tesón y esperanza, pues todo diálogo y toda colaboración suponen una dedicación añadida al trajín de cada día; suponen apertura al otro valorando su identidad y estilo, requieren creatividad y tiempo para poner en marcha formas nuevas de trabajo común.”
Los catequistas somos hombres y mujeres con fuerte sentido de pertenencia. Amamos la comunidad porque en ella encontramos al mismo Jesús vivo y presente entre todos. Al mismo tiempo, sabemos que una comunidad nunca ha de estar encerrada entre las cuatro paredes de un templo. La comunión que intentamos vivir en cada comunidad cristiana es para la misión. “La comunión es misionera y la misión es para la comunión”.
Porque el amor se entrega, se abre, se multiplica, se expresa, crece y se hace fecundo. El amor verdadero, el que viene de Dios que es amor, nunca permanece encerrado en las paredes de la comunidad. El amor verdadero no puede quedarse quieto y se hace misión… No le alcanza la quietud de los que se aman. Se pone en camino, sale a la búsqueda, acompaña, recibe y envía.
Las nuevas tecnologías vienen en nuestra ayuda para hacernos catequistas tejedores de redes, que no piensan sólo en su comunidad, sino que conciben a sus comunidades como nodos de una gran red, donde circulan los saberes, las intuiciones, los interrogantes y las reflexiones catequéticas de todos los que nos hemos propuesto “pensar la catequesis”.
La propuesta es simple. Hoy hay innumerables comunidades de catequistas que tienen algún espacio virtual: redes sociales, blogs, sitios,… Todos ellos son “portales de verdad y de fe; nuevos espacios para la evangelización.” Se trata sencillamente de entretejer esos espacios en una red virtual que nos haga salir de nuestras comunidades y, al mismo tiempo, nos mantenga unidos a muchos otros hermanos catequistas de otras comunidades
Habitar el espacio virtual, manteniéndonos abiertos a la riqueza de los otros para poder recibir de ellos y, al mismo tiempo, disponibles a sus necesidades para brindarles lo que cada uno tiene. Los detalles y las precisiones ya los iremos pensando juntos. Ahora se trata, simplemente, de decir un “sí” generoso para saber dar y un “sí” humilde para saber recibir.
Autor: Pbro. José Luis Quijano
Rector del ISCA
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