Tradición, Escritura y Magisterio
CONTINUAMOS CON LA II PARTE DE LA CATEQUESIS RENOVADA
Lo que Jesús dejó fue, ante todo, una comunidad viva, la Iglesia. Aquella comunidad que Pablo, escribiendo a los Corintios, define como “una carta que no ha sido escrita con tinta, sino con el Espíritu de Dios viviente; una carta que no ha sido grabada en tablas de piedra, sino en tablas de carne, en los corazones” (2 ª Cor 3,3).
En esta comunidad se conservan las palabras de Jesús, los Sacramentos, la oración que El enseñó, la Liturgia que poco a poco se va enriqueciendo con las expresiones de las diversas culturas, las distintas manifestaciones de la fe y la caridad cristiana, que originan diferentes modelos de santidad, espiritualidad, transformación cristiana de la civilización y de la cultura (DV 8).
Se puede hablar de tradición en la medida de que la comunidad cristiana une dos aspectos: 1) de un lado, ella se mantiene fiel a su origen, a lo que ha recibido de Cristo y de los apóstoles, 2) simultáneamente progresa en la comprensión de la doctrina, en la vivencia de la caridad y en la edificación de la sociedad, manteniendo vivo y eficaz el Evangelio.
La tradición apostólica abarca “todas aquellas cosas que contribuyen para conducir santamente la vida y hacer crecer la fe del pueblo de Dios”. Y se llama “tradición”, porque trasmite y perpetúa a las generaciones “todo lo que la Iglesia es, todo lo que cree” (DV 8 ss.)
La Sagrada Escritura ocupa un lugar único dentro de la Tradición. En las comunidades cristianas primitivas, fundadas por los Apóstoles, el Espíritu Santo inspiró aquellos criterios que nosotros conocemos como el “Nuevo Testamento”. En ellos la Iglesia reconoció, junto con los libros del pueblo de Israel, “El Antiguo Testamento”, el testimonio auténtico de la revelación divina. Reconociendo que la Sagrada Escritura es “la Palabra de Dios redactada, bajo la inspiración del Espíritu Santo” (DV 9). La Iglesia la venera y la escoge, junto con la Tradición como suprema regla de su fe (DV 21). Tradición y Escritura deben ser consideradas como un todo, pues ambas proceden de Dios y tienen como finalidad la comunión de los hombres con Él.
Conservar la Tradición y la Escritura, a través de la vivencia y del testimonio de la fe, es tarea de los pastores y de los fieles. La interpretación auténtica de la Tradición o de la Escritura, con todo, está confiada al Magisterio de la Iglesia. De esta forma, el Magisterio está al servicio de la Palabra de Dios, de la Tradición, y de la Escritura saca todo lo que propone como revelado por Dios para ser creído (DV 10).
Fe y comunidad misionera
La Palabra de Dios hoy está viva en la comunidad de la Iglesia. Dios, fiel a sus promesas, continúa invitando a los hombres a la comunión con Él.
Acoger la Palabra, aceptar a Dios en la propia vida, es don de la fe. El exige, con todo, ciertas condiciones por parte del hombre. Ellas pueden ser sintetizadas con dos palabras evangélicas: conversión y seguimiento. La fe es como una marcha. Más exactamente: es seguir el camino de Jesús. Lo que hicieron los discípulos por los caminos de Galilea y de Judea hasta la Cruz, acompañando físicamente a Jesús y participando siempre tanto de su vida como de su ideal, debe ser revivido hoy, en nuestro medio. Es el programa que nos proponen los Evangelios. Ellos fueron escritos, no únicamente para recordar el itinerario terreno de Jesús, sino para señalar el camino ideal que debe seguir todo discípulo. En todo eso es evidente que la fe no es solo una adhesión intelectual, un conocimiento de la doctrina de Jesús. Ella es una opción de vida, una adhesión de toda la persona humana a Cristo, a Dios y a su proyecto para el mundo.
La aceptación y el seguimiento de Jesucristo son una opción profundamente personal. Al mismo tiempo, como la persona se realiza en sus relaciones y en el amor, el seguimiento acontece en la comunidad fraterna. Seguir a Jesús es juntarse, fraternalmente, a los demás discípulos. De esta forma, la fe, nacida de la comunidad de la Iglesia, renueva permanentemente la propia comunidad a partir de su raíz profunda, la comunión con Dios, y genera nuevas comunidades eclesiales.
Las comunidades de los discípulos de Jesús no están al servicio de sí mismas, sino de los demás. La fe cristiana es, intrínsecamente, misionera (Mt28, 19ss). Quién cree no puede dejar de dar testimonio de su fe. Quién fue escogido, recibe un cargo, una misión. La misión fundamental es predicar el propio Evangelio, anunciar a Jesús, revelar el amor del Padre por la humanidad. Pero el propio amor de Dios exige el amor fraterno, la comunión y participación en esta propia tierra, el empeño por la liberación del hombre (DP 327).
La comunidad cristiana, animada por la fe, siente la necesidad de celebrar todos los aspectos de la existencia cristiana a través de la Liturgia, especialmente en la celebración Eucarística, donde adquieren otra dimensión, o manifiestan más claramente una dimensión profunda de la fe: la adoración, la entrega al Padre, en comunión con su Hijo y nuestro Salvador Jesucristo, por el Espíritu Santo.
Experiencia humana y revelación
Una última cuestión, muy importante, merece nuestra atención. Existe un modo de pensar la revelación divina que la presenta como si fuera totalmente externa al hombre.
Es suficiente reflexionar un poco para darse cuenta de las fallas de ese punto de vista.
Primeramente, no debemos olvidar que el Dios que se revela es el mismo Dios creador. En segundo lugar, Él es el que suscita en nuestro corazón aquella inquietud que nos lleva a buscarlo. Además, como vivimos, Él nos habla un lenguaje accesible. Este diálogo estimula nuestra reflexión y nuestra participación; en síntesis, nuestra libertad. Pero eso se puede y se debe acentuar la “unidad profunda” entre las aspiraciones del hombre y del plan de Dios, como explican los Obispos Latinoamericanos en el documento de Medellín sobre catequesis.
“Al presentar su mensaje renovado, la catequesis debe manifestar la unidad del plan de Dios. Sin caer en confusiones o en identificaciones simplistas, se debe manifestar la unidad profunda que existe entre el proyecto salvífico de Dios, realizado en Cristo, y las aspiraciones del hombre; entre la historia de la salvación y la historia humana; entre la Iglesia, pueblo de Dios, y las comunidades temporales; entre la acción reveladora de Dios y la experiencia del hombre; entre los dones y carismas sobrenaturales y los valores humanos. Excluyendo así toda dicotomía o dualismo cristiano, la catequesis prepara la realización progresiva del pueblo de Dios”. (Med. Cat, 4: DCG8).
Ministerio de la palabra y catequesis
¿Dónde se sitúa la catequesis frente a la revelación? Conviene ahora r4etomar esta pregunta y concluir.
Hemos visto que la Palabra de Dios está viva y actuante hoy en la comunidad eclesial. En otras palabras: Dios continúa hablando a los hombres en Cristo, por el Espíritu. El es quien habla, quien se comunica. Pero a través de mediaciones.
Dios se sirve de palabras, de acontecimientos, de la actuación viva de las personas. Esa actuación sólo puede ser subordinada al propio Dios; sólo puede ser servicio o ministerio de la Palabra. Por eso, ella es un aspecto o un “momento” de la Evangelización. Podemos definirla, con el Sínodo de los Obispos de 1977 y Puebla (DP 977), como la “educación ordenada y progresiva de la fe”. La “Catechesis Tradendae” habla de una educación en la fe de los niños, de los jóvenes y de los adultos, que comprenden especialmente una enseñanza de la doctrina cristiana, dada generalmente de modo orgánico y sistemático, con miras a iniciarlos en la plenitud de la vida cristiana” (CT 18). Y subraya la relación de la Catequesis con otros aspectos de la pastoral de la Iglesia: primera evangelización, apologética, vida cristiana, celebración de los Sacramentos, integración de la comunidad, testimonio apostólico… (CT 18, EN 24).
Las diversas formas de concebir y practicar la catequesis están ligadas no solo a circunstancias históricas (como demostramos en la I parte de este documento), sino también y especialmente a diversos modos de pensar en la relación con la Revelación. La conferencia de Medellín preconizaba una fidelidad “dinámica” a la Revelación y afirmaba: “De acuerdo a esta teología de la Revelación, la Catequesis actual debe asumir totalmente las angustias y esperanzas del hombre de hoy, a fin de ofrecerle las posibilidades de una liberación plena, las riquezas de una salvación integral en Cristo, el Señor. Por ello debe ser fiel a la trasmisión, no solamente del mensaje bíblico en su contenido intelectual, sino también a su realidad vital encarnada en los hechos de la vida del hombre de hoy.
La situación histórica y las inspiraciones auténticamente humanas forman parte indispensable del contenido de la Catequesis. Y deben ser interpretadas seriamente dentro de su contexto actual, a la luz de las experiencias vivenciales del Pueblo de Israel, de Jesucristo y de la comunidad eclesial, en la cual el Espíritu de Cristo Resucitado vive y opera continuamente”, (Med. Cat 6).
Las consecuencias o exigencias, que para la catequesis resultan de la revelación divina, serán ahora objeto de examen y exposición en el próximo capítulo.
Exigencias de la Catequesis
¿Cómo se debe realizar la catequesis para alcanzar sus objetivos? ¿Cómo la catequesis puede llevar a los cristianos niños, adolescentes jóvenes y adultos. A acoger la Palabra de Dios y a hacer de ella luz que oriente su vida?
La cuestión debe ser tratada en distintos niveles y bajo diversos enfoques. En este capítulo, la presentaremos a nivel de los principios y criterios básicos, el nivel práctico será tratado en la IV parte de este documento. En cuanto a los enfoques nos pareció oportuno considerar varios sin dar a todos la misma atención y el mismo desarrollo.
Fidelidad a Dios y al hombre
La primera y fundamental exigencia de la catequesis es la FIDELIDAD AL PLAN DE Dios.
En esta fidelidad es, ante todo, fidelidad al Dios que se revela (CT 52). Y por lo mismo, es fidelidad al movimiento, a través del cual Dios entra en la historia de los hombres y en ella se encarna, por su Hijo. De esto resulta que la catequesis “está llamada a llevar la fuerza del Evangelio al corazón de la cultura y de las culturas” (CT 53), es decir, no solamente encarnarla en la historia personal de cada hombre, sino también en la propia historia de la humanidad.
Por tanto, fidelidad a Dios y al hombre. No como si fueran dos preocupaciones distintas, sino como una única actitud espiritual. “La ley de la fidelidad a Dios y de la fidelidad al hombre: una misma actitud de amor” (CT 55).
Corresponde a la Iglesia el papel de mediación entre Dios, que se revela en Cristo, y el hombre. Por eso Puebla explícita la ley de la fidelidad en: fidelidad a Jesucristo, a la Iglesia, al hombre (esa temática será desarrollada en la III parte de este documento).
Insistimos en la necesidad de considerar los tres temas, no como separados o aislados sino como implicados mutuamente uno en el otro. Cristo ilumina el ministerio del Hombre; la Iglesia sólo se entiende como camino de realización del Hombre a Cristo. No existe fidelidad a uno sin fidelidad a los demás.
Esto será explicado en los siguientes enfoques, que se refiere de modo especial al contenido de la catequesis, en sintonía con el interés manifiesto de los últimos Papas y de las grandes Asambleas Episcopales (Concilios, Sínodos de 1974 y 1977, Medellín, Puebla) nuestra preocupación se dirige principalmente a la integridad y autenticidad evangélica del contenido formulado como respuesta a los anhelos de los hombres de hoy.
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