“Por la gracia de Dios, aprendí a caminar de nuevo”
Nuestra historia comienza en el año 1916, en un pequeño pueblo de Kansas llamado Elkhart. Era invierno y en la escuelita rural había una vieja estufa de carbón. Un niñito de 7 años tenía la tarea de llegar temprano todos los días para encender el fuego y calentar el aula antes de que llegaran su maestra y sus compañeros.
Una mañana, llegaron y encontraron la escuela envuelta en llamas. Sacaron al niño inconsciente y mal herido del edificio. Tenía quemaduras graves en la mitad inferior de su cuerpo y lo llevaron de urgencia al hospital del condado.
En su cama, horriblemente quemado y semiinconsciente, el niño oía al médico hablando con sus padres. Les decía que el accidente había sido muy grave y que su hijo seguramente moriría. Pero el valiente niño no quería morir. Y, de alguna manera, para gran sorpresa del médico, sobrevivió.
Una vez superado el peligro de muerte, volvió a escuchar al médico y a sus padres hablando muy bajito. Como el fuego había dañado gravemente las extremidades inferiores de su cuerpo, el niño estaba condenado a ser inválido toda la vida, sin la posibilidad de usar sus piernas.
Una vez más el valiente niño se aferró a su gran fe: él no sería un inválido, ¡caminaría! Pero el médico insistía que eso era imposible y recomendaba amputarle las piernas, que colgaban sin vida. Finalmente, le dieron de alta y regresó a su casa. Todos los días, su madre le daba masajes en las piernas al su hijo, pero no había sensación, ni control, nada. No obstante, su confianza en Dios y su determinación de caminar era más fuerte que nunca.
Cuando no estaba en la cama, estaba confinado a una silla de ruedas. Una mañana soleada, la madre lo llevó al patio para que tomara aire fresco. Ese día, en lugar de quedarse sentado, el niño se tiró de la silla. Se impulsó sobre el césped arrastrando las piernas y llegó hasta el cerco de postes blancos que rodeaba el jardín de su casa. Con gran esfuerzo se incorporó y, poste por poste, empezó a avanzar por el cerco, decidido a caminar. Empezó a hacer lo mismo todos los días hasta que hizo una pequeña huella junto al cerco. Nada quería más que darle vida a esas dos piernas.
Habían pasado dos años desde aquel accidente cuando, por fin, gracias a los constantes masajes diarios de su madre y a su actitud positiva y decidida, desarrolló la capacidad, primero de pararse, luego de caminar tambaleándose, y, finalmente caminar solo para después correr. Durante todo ese tiempo le acompañaba una gran fe y la convicción de que Dios le ayudaría. Su versículo favorito de la Biblia era Isaías 40, 31: “pero los que esperan en el Señor, Él les renovará el vigor, subirán con alas como de águilas, correrán sin fatigarse y andarán sin cansarse”.
Empezó a ir caminando al colegio. Después corriendo, sólo por el simple placer de correr. Más adelante, en la universidad, formó parte del equipo de pista y campo. Y un día, en el Madison Square Garden, este joven que no tenía esperanzas de sobrevivir, que nunca caminaría, y que jamás tendría la posibilidad de correr… ¡corrió la milla más veloz del mundo! Su nombre era Glenn Cunningham y es considerado como uno de los mejores corredores de la milla de todos los tiempos.
Tomado de: Tengo sed de ti
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