Ser catequista es una vocación en la Iglesia que nace de su misma condición de bautizado y confirmado (GPCM 2).
La primera forma de Evangelización es el testimonio y en concreto el testimonio de la caridad. El hombre contemporáneo cree mejor en a los testigos que a los maestros (Rm 42; EN 41), más a la experiencia que a la doctrina; más a la vida y a los hechos que a las teorías (RM 42). El testimonio de vida cristiana es la primera e insustituible forma de evangelización (RM 42)
El catequista, por tanto, estará dispuesto a vivir entregado a la edificación de la comunidad cristiana, poniendo en juego las capacidades y carismas recibidos del Espíritu para bien de todos ( GPCM 2).
FISONOMÍA HUMANA DEL CATEQUISTA:
El catequista es un educador. El educador no es sólo quien transmite informaciones. Es quien trata de configurar las virtudes y actitudes de sus discípulos de acuerdo con el modelo del hombre nuevo que presenta el Evangelio. Pero es un educador con un ámbito finalidad muy definidos: la fe. No es un educador de todas las dimensiones del hombre. Puede hacerlo. Y, muchas veces, su labor tiene como resultado desarrollar al hombre íntegramente. Pero, ordinariamente, su labor va orientada al desarrollo de la dimensión sobrenatural de la persona. Y aquí radica el misterio de su acción. Porque su meta esta más allá de sus capacidades. Tiene que educar la fe. Pero la fe es don sobrenatural. Sólo Dios puede darla. el Espíritu Santo, que «es el agente principal de la evangelización; él es quien impulsa a anunciar el evangelio y quien, en la intimidad de las conciencias, hace acoger y comprender la palabra de la salvación» (EN 75)
El catequista también es un traductor, pues tiene por tarea hacer comprensible y asequible el mensaje del Evangelio con nuevas palabras y nueva luz. Su tarea se encuentra entre el contenido invariable de la Buena Nueva y la urgente necesidad de presentarlo adaptado con nuevo lenguaje a las diversas personas que llegan ante el.
“La cima y el centro de la formación de catequistas es la aptitud y habilidad de comunicar el mensaje evangélico”. Para responder a él se necesitan catequistas “discípulos misioneros” dotados de una fe profunda, de una clara identidad cristiana y eclesial, de una fina preocupación misionera y de una honda sensibilidad social. Se trata de formar a los catequistas para que puedan impartir no sólo una enseñanza sino una formación cristiana integral, desarrollando tareas de “iniciación, de educación y de enseñanza”. Se necesitan catequistas que sean, a un tiempo, maestros, educadores y testigos. Debe existir una coherencia entre la pedagogía global de la formación del catequista y la pedagogía propia de un proceso catequético. Al catequista le sería muy difícil improvisar, en su acción catequética, un estilo y una sensibilidad en los que no hubiera sido iniciado durante su formación.
El catequista adquiere el conocimiento del hombre y de la realidad en la que vive por medio de las ciencias humanas: “Hay que conocer y emplear suficientemente en el trabajo pastoral no sólo los principios teológicos sino también los descubrimientos de las ciencias profanas, sobre todo en psicología y sociología, llevando así a los fieles a una más pura y madura vida de fe”. Es necesario que el catequista entre en contacto al menos con algunos elementos fundamentales de la psicología: los dinamismos psicológicos que mueven al hombre, la estructura de la personalidad, las necesidades y aspiraciones más hondas del corazón humano, la psicología evolutiva y las etapas del ciclo vital humano, la psicología religiosa y las experiencias que abren al hombre al misterio de lo sagrado. Las ciencias sociales proporcionan el conocimiento del contexto sociocultural en que vive el hombre y que afecta decisivamente a su vida. Por eso es necesario que en la formación de los catequistas se haga “un análisis de las condiciones sociológicas, culturales y económicas, en tanto que estos datos de la vida colectiva pueden tener una gran influencia en el proceso de la evangelización”. Junto a estas ciencias recomendadas explícitamente por el Concilio Vaticano II, otras ciencias han de estar presentes, de un modo u otro, en la formación de los catequistas, especialmente las ciencias de la educación y ciencias de la comunicación. Junto a las dimensiones que conciernen al ser y al saber, la formación de los catequistas, ha de cultivar también la del saber hacer. El fin y la meta ideal es procurar que los catequistas se conviertan en protagonistas de su propio aprendizaje.
Características prioritarias del catequista
CUALIDADES:
- Compromiso eclesial: su vida está al servicio de la comunidad local y universal.
- Sentido misionero: no restringir su acción a quienes frecuentan el templo o al territorio de su propia parroquia.
- Iniciativa: no conformarse con realizar las actividades evangelizadoras comunes y rutinarias. Debe encontrar nuevas reas y medios para catequizar.
- Superación integral: educarse en los valores humanos, en las formas sociales, en la capacidad para analizar la realidad y en las virtudes humanas.
- Trabajo en equipo, el esfuerzo para no caer en la pereza, la programación seria del trabajo y el ansia de aprovechar las diversas oportunidades que encuentren para evangelizar más y mejor.
- Prudencia para no comprometer su acción evangelizadora por la participación en actividades partidistas o de ambigua moralidad, que obstaculicen la transparencia de su labor. De todos modos, se deben educar en la necesidad de comprometerse socialmente y decididamente en favor de la justicia, la verdad y la honestidad.
- Coherencia en su condición de evangelizadores, que no descuida su participación en las necesidades de la sociedad, de su vida familiar y de su compromiso con quien necesita ayuda.
- Sentido ecuménico que le lleve a no perder el tiempo en discusiones inútiles con miembros de otras sectas y saber respaldar el testimonio de auténtica fe ante quienes desean dialogar sinceramente.
- Debe vivir la obediencia ante la autoridad; la honestidad para dedicarse a su labor seriamente sin buscar compensaciones, y la decisión para mantener definida su vocación, a pesar de las crisis y limitaciones.
Un buen catequista, además de educar la fe de quienes reciben sus cursos, puede tener unos frutos indirectos:
- Promover la vitalidad de la parroquia, al activar más a otros laicos.
- Promocionar socialmente a sus comunidades, actuando como contactos en programas de desarrollo social, educadores de los promotores y desarrollando actividades de unión y convivencia comunitarias
4 Facilitar el acercamiento de católicos alejados con la parroquia, penetrar lugares a los que no alcanza la pastoral ordinaria del sacerdote o de los religiosos.
En resumen, un buen catequista se distingue por su profesionalidad. Es decir, su vocación se convierte en una acción responsable y amorosa. La profesionalidad hace que toda la vida del catequista refleje el mensaje que transmite con alegría.
El catequista, por lo mismo, no debe olvidarse nunca de que la eficacia de su magisterio, más que a aquello que dice, será proporcional a aquello que es, al calor que dimane de los ideales por él vividos y que irradie de todo su comportamiento. Su preocupación primordial será, pues, la de adecuar su propia vida espiritual a aquello que él enseña, cultivando la oración, la meditación de la palabra de Dios, la fidelidad en el propio cumplimiento del deber, la caridad para con los hermanos indigentes, la esperanza de los bienes eternos (Card. Giovanni Colombo).
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BIBLIOGRAFÍA:
HERNÁNDEZ V., Claudia. Conocimientos, destrezas y actitudes que caracterizan al catequista como discípulo misionero. México, Octubre de 2008.
Directorio General para la Catequesis. Congregación para el clero. Editrice Vaticana, 1997
La del laico para la catequesis, brota del sacramento del Bautismo, es robustecida por el sacramento de la Confirmación, gracias a los cuales participa de la “misión sacerdotal, profética y real de Cristo”.
Además de la vocación común al apostolado, algunos laicos se sienten llamados interiormente por dios para asumir la tarea de ser catequistas. La iglesia suscita y discierne esta llamada divina y les confiere la misión de catequizar. El señor Jesús invita así, de una forma especial, a hombres y mujeres, a seguirle precisamente en cuanto maestro y formador de discípulos. Ésta llamada personal de Jesucristo, y la relación con el, son el verdadero motor de la acción del catequista. “de este conocimiento amoroso de Cristo es de donde brota el deseo de anunciarlo, de evangelizar, y de llevar a otros al “sí” de la fe en Jesucristo”. Sentirse llamado a ser catequista y recibir de la Iglesia la misión para ello, puede adquirir, de hecho, grados diversos de dedicación, según las características de cada uno.
La formación, también, alimentará constantemente la conciencia apostólica del catequista, su sentido evangelizador; para ello ha de conocer y vivir el proyecto de evangelización concreto de su iglesia diocesana y el de su parroquia, a fin de sintonizar con la conciencia que la iglesia particular tiene de su propia misión, la mejor forma de alimentar esta conciencia apostólica es identificarse con la figura de Jesucristo, maestro y formador de discípulos, tratando de hacer suyo el celo por el reino que Jesús manifestó.
Ser catequista es una vocación en la Iglesia que nace de su misma condición de bautizado y confirmado. La primera forma de Evangelización es el testimonio y en concreto el testimonio de la caridad. El hombre contemporáneo cree mejor en a los testigos que a los maestros (RM 42; EN 41), más a la experiencia que a la doctrina; más a la vida y a los hechos que a las teorías. El testimonio de vida cristiana es la primera e insustituible forma de evangelización. El catequista, por tanto, estará dispuesto a vivir entregado a la edificación de la comunidad cristiana, poniendo en juego las capacidades y carismas recibidos del Espíritu para bien de todos.
Ser catequista, «ministerio» es una vocación que hay que vivir dentro de la corresponsabilidad eclesial, con «sencillez de vida, espíritu de oración, caridad para con todos y especialmente para con los pequeños y los pobres, obediencia y humildad, desprendimiento de nosotros mismos y espíritu de renuncia. Sin esta contraseña de santidad, nuestra palabra difícilmente se abrirá camino en el corazón del hombre contemporáneo, sino que corre el peligro de resultar vana e infecunda» (EN 76)
Es posible que no sepas dar una respuesta inmediata a esta pregunta. Si reflexionas y tratas de reconstruir el entramado de las circunstancias, a veces fortuitas, de las situaciones imprevistas, o de los encuentros ocasionales de los que ha brotado tu opción de poner manos a la obra catequética, te quedas desconcertado. ¿Ha sido una invitación… una toma de conciencia de tu condición de creyente a fondo… una propuesta… un testimonio… un deseo de comprometerte con la comunidad cristiana?… No lo sé; tal vez ni siquiera tú mismo lo sepas. Todo esto, visto de un modo superficial, puede parecer que haya sucedido así, casi como por casualidad… Pero en realidad nada, a los ojos de Dios, ocurre por casualidad. Sobre todo cuando él escoge a sus colaboradores inmediatos, como lo es todo catequista. ¡Sería una decisión irresponsable! Jesús pasa una noche en oración antes de llamar a sus discípulos: «Subió al monte a hacer oración», (Lc.6, 13).
En otra ocasión les afirma: «No me escogisteis vosotros a mí, sino que yo os escogí a vosotros» (Jn.15, 16). Ha sido el Señor quien ha entretejido la sabia trama de circunstancias en la que, en momentos diversos, te hacia saber su llamamiento. Tú no te percatabas, pero él es siempre el primero en actuar; nos precede, nos sorprende con sus gratuitas iniciativas que, juntas todas en uno, constituyen nuestra vocación. Has acogido su propuesta: ¡ya eres catequista! Pero que no sea la tuya una acogida resignada a una invitación que te llega acaso de un sacerdote, al que no pudiste decir que «no» porque su demanda tenía el tono de la súplica y el acento de la urgencia.
Es necesario redescubrir el sentido de un gesto que tal vez te haya pasado inadvertido en su importancia y en su profundidad. ¿No te has preguntado nunca por qué no ha llamado a otros? Con un asombro unido al sentido de la sorpresa, de la gratitud, de la responsabilidad, observa el evangelista Marcos: «Llamando a los que quiso, vinieron a él»’ (Mc 3,13). Es importante volver al origen de este llamamiento que te ha sido dirigido también a ti, reconstruirlo, volverlo a escuchar de nuevo como la primera vez para responder hay como ayer, más aún, mejor que ayer, con tu «si»’ gozoso a la invitación del Señor que te envía a anunciar su Palabra.
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