LA ALEGRÍA DE SER CATEQUISTA
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La asombrosa gracia de enseñar.
Te has preguntado alguna vez: “¿para qué hago esto?”, mientras te dirigías a encontrarte con tus catequizandos? Si lo hiciste, te sucede lo mismo que a la mayoría de los catequistas. Les abruma la rutina de poner tanta energía en la preparación y presentación de la sesión de catequesis para que resultara interesante, formativa y educativa en la fe, o sientes que la creatividad se te agotó.
Podemos orar, junto con el salmista:
Señor, ten piedad de mí, porque me faltan las fuerzas… (Sal. 6, 3).
Y sin embargo continuamos, porque vemos en nuestros catequizandos “la necesidad de crecer en el conocimiento de la fe” en el proceso de ser catequizado”.
En la catequesis estamos ayudando a construir el cuerpo de Cristo: Él comunicó a unos el don de ser apóstoles, a otros profetas, a otros predicadores del Evangelio, a otros pastores o maestros. Así organizó a los santos para la obra del ministerio, en orden a la edificación del Cuerpo de Cristo… (Ef. 4, 11-12).
Como catequistas, mostramos nuestro amor mediante la voluntad de entregarnos para alimentar el crecimiento espiritual de otros, así como el nuestro propio. Quienes trabajan con niños, adolescentes, jóvenes y adultos, catequizan en la esperanza de que sean como “plantas, florecientes en plena primavera” (Sal.144 (143), 12).
El gozo de enseñar
Entonces, ¿qué es enseñar? Es un acto intencional. Lo hacemos porque queremos comunicar e instruir. La enseñanza no ocurre accidentalmente, sino que es voluntaria. El aprendizaje, por el contrario, sí puede darse sin intención. La gente aprende de una variedad de fuentes y situaciones. Un maestro, en cambio, se propone enseñar.
Cuando un catequista enseña, se preocupa de dar formación y experiencias a sus alumnos, dichas experiencias se van a dar según vivimos las realidades en nuestras vidas cotidianas.
La tradición como fuente de la catequesis es una herencia para la comunidad cristiana.
La enseñanza de la catequesis nos ayuda a revelar al Dios viviente que está entre nosotros. La catequesis hace posible en los catequizandos un modo que cambiar sus vidas.
Como catequistas, se debe acudir a las narraciones, a los relatos de la vida de los santos, a hombres y mujeres piadosas que nos precedieron. Al narrar sus vidas, mantenemos viva su memoria.
Nuestra pedagogía ayuda a que los catequizandos reflexionen sobre el significado de estas cosas en la vida.
La enseñanza en los catequizandos tiene una fuerza transformadora. A través del pasado, reflejado en la Biblia, en la vida de los santos, en los sacramentos y en la catequesis, podemos ver más claramente las cosas que deben cambiarse en nuestro mundo de hoy. A medida que profundizamos nuestra comprensión de aquello en que participamos cuando enseñamos, podemos experimentar gran alegría al reconocer que la enseñanza es una vocación.
Esta vocación requiere habilidades especiales de alma y de corazón, una preparación
Activa y constante para renovarse y adaptarse (Declaración sobre la educación cristiana de la juventud, n. 5). Estas palabras de los padres del Concilio sugieren que la enseñanza se dirige a la vida nueva, es decir, a dar continuamente a la comunidad nuevas perspectivas y energías. Pero, ¿qué significa esto para los catequistas? ¿Qué tipo de persona podría hacerlo? ¿Significa que hay que tener una personalidad brillante, o llamativos dones carismáticos? Aunque esto podría ayudar, la fuente vital del catequista es su espiritualidad profunda.
Un buen catequista, así como una persona justa
es como un árbol plantado al borde de las aguas,
que produce fruto a su debido tiempo,
y cuyas hojas nunca se marchitan (Sal. 1, 3).
El desafío de enseñar.
Seamos sinceros. Enseñar es difícil.
Siempre lo ha sido. Ya lo dijo el escritor sagrado,
hace siglos. Como leemos en el libro de Isaías:
Escuchen, sí, pero sin entender; miren
bien, pero sin comprender. Embota el
corazón de este pueblo, endurece sus oídos
y cierra sus ojos, no sea que vea con sus ojos
y oiga con sus oídos, que su corazón
comprenda y que se convierta y sane (Is. 6,9- 10)
¿Este pasaje describe la respuesta que a veces obtienes en tus clases? Si es así, no estás solo. Quienes tienen experiencia en la enseñanza, afirman que enseñar es difícil, pero que una vez que reconocemos esa verdad importante, podemos superarla. Esto quiere decir que podemos comprender y aceptar esta dificultad, para que ya no nos perturbe. Lo que realmente importa es que todavía queremos enseñar porque lo disfrutamos.
Hasta Jesús reconoció lo difícil que es ver cómo muchas de nuestras mejores palabras caen en terreno pedregoso, o son ahogadas por la maleza (como en la parábola del sembrador, Mc. 4, 1-9).
No es placentero dejar manifestar nuestra impaciencia, o que otros vean que ignoramos ciertas cosas. Y no es fácil enfrentar nuestras limitaciones, o carecer de creatividad. Pero, según la tradición cristiana, el poder se manifiesta en la debilidad.
Cuando nos sentimos débiles, es fácil recordar las palabras de san Pablo: No nos pregonamos a nosotros mismos, sino que proclamamos a Cristo Jesús como Señor; y nosotros somos servidores de ustedes por Jesús. [ .. ] Llevamos este tesoro en vasos de barro, para que esta fuerza soberana se vea como obra de Dios y no nuestra (2 Cor. 4, 5.7).
Recientemente, algunos escritores han sugerido que la proclamación de la palabra de Dios, en las Escrituras, ha sido puesta frecuentemente en paralelo con el espíritu Santo.
Las palabras de Isaías describen este poder positivo de la enseñanza: Como baja la lluvia y la nieve de los cielos y no vuelven allá sin haber empapado la tierra, sin haberla fecundado y haberla hecho germinar, así será la palabra que salga de mi boca. (Is. 55, 10-11).
La palabra de Yavé no puede fallar. Como catequistas, cuando catequizamos participamos también de esta promesa. Recordarla puede animarnos, sabiendo que Jesús la selló cuando dijo: Mi Padre recibe gloria cuando producen fruto en abundancia, y se manifiestan como discípulos míos. (Jn. 15, 8).
Para los catequistas, dar catequesis es una gracia sorprendente, como lo demuestra el siguiente ejemplo:
Era un brillante día de otoño y el sol hacía sentir el aire mañanero más cálido de lo que proclamaba el termómetro. La hermana Miriam terminaba de estacionar su automóvil junto a la iglesia y estaba cruzando la calle, cuando advirtió a dos pequeños sentados en la escalinata del convento. Los chicos tenían unos seis o siete años, y por sus ropas se veía que eran muy pobres. “Deben ser niños de uno de los programas asistenciales”, pensó la religiosa, mientras se acercaba. Pero pronto se dio cuenta de que no había nada programado en ese sentido a esa hora de la mañana, al menos que ella pudiera recordarlo. Con curiosidad, saludó a los pequeños:
– Buenos días, chicos. ¿Qué hacen en San Antonio un sábado tan temprano?
Interrumpiendo su charla, uno de los muchachos levantó la mirada y respondió:
– Esperamos a la hermana Berna. Y el segundo añadió:
– Espero que venga esta semana, por fin.
– Oh, dijo la hermana Miriam, un tanto sorprendida por la respuesta.
Significa que también estuvieron esperando a la hermana Berna la semana pasada, ¿verdad?
– Claro—replicó el primer niño—. Venimos aquí todos los sábados por la mañana para que la hermana nos enseñe.
– Sí -añadió el otro-. Ella nos habla de Dios, y nos divertimos mucho, también. Pero debe haberse olvidado en las últimas dos semanas, porque no vino.
– Seguro que hoy viene -dijo el primer niño-. Es un día hermoso, y podremos salir a buscar hojas, como ella nos prometió.
La hermana Miriam tragó saliva, y tomó un hondo respiro mientras terminaba de acercarse.
-Entremos, chicos –dijo-. Debo decirles algo. Mientras abría la puerta del convento, y entraba acompañada por los párvulos, susurró una plegaria: “Señor, ayúdame a decirles a estos chicos que la hermana Berna ya no vendrá hoy ni nunca más”.
A pesar de su mala salud, la hermana Berna había continuado con su ministerio catequístico hasta el final. Sus clases de religión los sábados por la mañana eran oasis de alegría en la vida de tantos niños pobres. Los chicos reían, cantaban, oraban, hacían artesanías, escuchaban relatos y eran amados por la religiosa, y ellos lo sabían. Aunque la parroquia tenía una gran carencia de recursos, ella se las arreglaba para reunir toda clase de cosas que le servían para enseñar religión. Su creatividad era sorprendente, y parecía que podía encontrar uso para todo. Pero lo que más admiraba de la enseñanza de la hermana Berna era su impacto sobre la vida de sus catequizandos.
La hermana Miriam me contó que, durante los dos meses siguientes, siguió encontrándose con grupos de chicos que se juntaban a esperar a la hermana Berna en la escalinata del convento. Aunque algunos sabían de su muerte, igual venían con la esperanza de que quizá los mayores estuvieran equivocados y de que la querida hermana volviera a dar sus clases. Cuento esta historia porque es una ilustración espléndida de cómo los catequistas enfrentan el desafío de educar en la fe.
La hermana Berna había sido mi discípula durante algunos años, y yo sabía cómo ella se debatía en dudas sobre su capacidad y cómo le preocupaban sus limitaciones. Pero esto nunca la desanimó. Su amor y preocupación por los pobres, especialmente los niños, la llevó a hacer todo lo que podía para que ellos conocieran el amor de Dios en sus vidas. Y lo hicieron, aunque ella jamás dejó de pensar cómo podría mejorar su labor. Recuerdo aún su gran sonrisa cuando pensó que se estaba tomando demasiado en serio. “Supongo que tengo que hacer lo que pueda”, decía. “Y espero que Dios se encargue del resto”. Buen consejo. Sirvió para ella; también puede servirnos a todos nosotros.
Preguntas para la reflexión:
1.- ¿Por qué eres catequista?
2.- Piensa por un momento en tus alumnos. ¿Qué alegrías experimentas al enseñarles?
3.- ¿Qué dificultades tienes?
4.- ¿De qué forma crees que pueden disminuirse esas dificultades?
5.- ¿De qué manera incrementarías las alegrías en tus catequizandos?
La catequesis es un gran regalo que Dios me permite compartir. Y aunque muchas veces siento que no doy el ancho, pues continuó compartiendo este regalo.
Lupita, la catequesis es más que un regalo. Es un llamado de Jesús para ti de manera personal, a la cual tu respondiste libremente.
No digas que no das el ancho. Imagínate que los discípulos hubieran dicho a Jesús que no daban el ancho. Jesús no hubiera podido llevar a cavo su misión.
Animo y adelante. Una consejo te voy a dar. Pídele mucho a la Virgen que te enseñe a amar a su Hijo, y a su Hijo pídele que te acepte en la escuela de su corazón para que aprendas a Amar y vas a ver como vas a ver el cambio en tu vida.
También lee varias veces el Evangelio del día, medítalo, reflexionalo, contemplalo, has una oración con la Palabra y un compromiso que saques de la reflexión.
Esto te ayudará a conocer cada día más y más a Jesús y te iras configurando con el.
Pedimos por ti para que el Señor te bendiga y te ayude a llevar adelante tu Ministerio de catequista.
Mary, tu no pienses que no das el ancho.
Tu crees que los discípulos que eligió el Señor los eligió porque hiban a dar el ancho? claro que no.
Jesús eligió a gente sencilla, humilde, sin títulos ni estudios. Es más a lo mejor ni sabían la Torá. Si el Señor te eligió, fue porque sabe a quién ha llamado,
el conoce nuestras limitaciones, carencias y no va a pedirnos algo que no le podamos dar.
Saludos y bendiciones.