INICIACIÓN A UNA EXPERIENCIA ORIGINAL Y DIFERENTE
Al proponer la experiencia como camino para la pedagogía de la fe, es indispensable caer en la cuenta de lo que significa e implica ser cristiano, que es, al fin y al cabo, el objetivo de la pedagogía de la fe. Ser cristiano es una manera de vivir la relación con Dios, con los demás hombres y con el mundo: relación con Dios al estilo de Cristo que habla con Dios como su Padre y hace posible para los hombres ser hijos; relación con los demás hombres al estilo de Cristo que, al revelar a Dios como Padre, hace a los hombres hermanos; relación con el mundo al estilo de Cristo que con su vida dijo no a todas las esclavitudes y demostró que todo lo que hay en el mundo es para el servicio de todos los hombres. Ser cristiano, así, es una EXPERIENCIA que invade todos los rincones de la vida, todas las horas del día, todos los días de la semana, todas las semanas del año. No es una experiencia limitada a una práctica religiosa o a un determinado momento.
Como el término experiencia se puede entender de varias maneras, muchos oponen la experiencia al conocimiento, por cuanto la experiencia se vincula con el corazón y el sentimiento, mientras el conocimiento es intelectual y se relaciona con la razón. Y muchos consideran, así, que la experiencia es irracional, a diferencia del conocimiento, que sí está vinculado a la lógica racional. Y juzgan, además, que como la experiencia depende de impulsos emotivos, carece de valor cognoscitivo real y, por consiguientemente, de cualquier valor.
Esta minusvaloración de la experiencia es comprensible en el mundo occidental y desde el realismo de la sociedad moderna. Porque el mundo occidental privilegia lo intelectual sobre cualquier otra dimensión de la vida humana. Decir intelectual es decir racional y conceptual. Es decir verdad objetiva, verificable con los criterios de la ciencia. Y este es el horizonte en el que se inicia al niño durante la vida escolar, haciendo de la adquisición de conocimientos el objeto de la educación. Es así como la religión se ha enseñado y como ha tenido que chocar con la ciencia, para la cual sólo es verdad aquello que se puede demostrar. Además porque el hombre de nuestros días está determinado por el experimento, la comprobación, la eficacia, el resultado palpable que es propio del pragmatismo (pensamiento al servicio de lo practico) de la sociedad moderna. Pero cuando se ocupa únicamente por analizar, aprovechar y dominar el mundo, desatendiendo todo cuanto cae fuera de este campo de interés, no percibe un aspecto esencial de la realidad, no dialoga con ella, no descubre su sentido.
Hay que reconocer que la educación no contribuye a la contemplación y capacidad de asombro, tampoco a la pregunta por el sentido, pues lo importante es su eficacia. También hay que admitir que la metodología educativa sólo fija su atención en aquellos aspectos de la naturaleza y de la sociedad que pueden ser estudiados y conocidos por las ciencias, hasta convencerse de que poseyendo tales conocimientos se ha llegado a conocer la verdad, entendida como validez objetiva de lo expresado. Y es así como la religión resulta desprestigiada y la fe relegada al departamento de antigüedades. El educador de la fe tiene que tener presente que no se pueden cerrar los ojos frente a lo’ asombroso, porque al perder la capacidad de asombro, se pierde una dimensión que constituye un presupuesto para la experiencia religiosa.
Gracias a los fenomenólogos de la religión, que llamaron la atención acerca del “sentimiento’ religioso que la tradición cristiana no había atendido, preocupada más en el “pensamiento” religioso, se tiene hoy conciencia de que la religión no existe en el nivel de los conceptos ni de la práctica ética, Si no se da una interiorización personal. Y la educación religiosa que no contemple este aspecto tendrá que ser lo que hasta ahora ha sido: instrucción, transmisión de los conceptos que no tocan la vida. También las ciencias del hombre han mostrado que en la estructura de la persona se hallan emociones, tendencias, estados de ánimo y que los sentidos, la memoria y la fantasía le posibilitan un más pleno conocimiento del mundo que lo rodea. Todas esas parcelas del ser humano han sido revalorizadas por las ciencias modernas del hombre, superando la época en que únicamente lo racional era digno de reconocimiento.
La experiencia o la vivencia se han convertido así en nuevas fuentes de conocimiento, de manera que llenan los conceptos ya conocidos con una densidad existencial nueva. La pedagogía de la fe no puede desconocer estos datos, porque la buena noticia del amor salvador de Dios tiene que tocar el corazón del hombre para transformarlo y no sólo la inteligencia para iluminarla. Los teólogos y los catequistas, a su vez, han palpado que los hombres saben cada día más sobre la naturaleza y sobre la historia, pero en la misma medida han perdido contacto con el significado y el sentido de lo que existe y su lenguaje es cada día más pobre.
Lo más grave es que han perdido la capacidad de asombro y un hombre que no se asombra no ha llegado a percibir lo admirable y lo extraordinario y lo portentoso. Es aquí donde se manifiesta la urgencia de que la educación conduzca al asombro para poder llegar a la esencia de la realidad y a la experiencia religiosa. Porque la experiencia es fuente de conocimiento, si bien el modo de adquirirlo es diferente del proceso intelectivo. El conocimiento experiencial no se logra por medio de la lógica racional que privilegia el conocimiento intelectual, ni por un principio de autoridad o tradición, sino por la propia aceptación de la impresión vivida que se integra en la experiencia. Ahora bien, la experiencia sensible también es racional y ofrece un contenido cognoscitivo que pertenece a un orden distinto del de la razón, lo mismo que el amor. La experiencia tiene que ver con el sentido, contiene una realidad, significa algo, afirma una verdad que no es la misma verdad de la ciencia, pero que es igualmente verdad. Y la experiencia religiosa permite al hombre conocer la verdad -verdad de sentido- con los criterios propios de la experiencia religiosa. También hace posible captar la presencia de la trascendencia en lo humano y descubrir el sentido de la vida, tareas todas ellas en las que el educador de la fe tiene que empeñarse desde los primeros pasos de la iniciación a la experiencia cristiana.
Isabel Corpas de Posada
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