¿Suerte? ¿Mala suerte? ¿Quién sabe?
Una historia china habla de un anciano labrador que tenía una vieja yegua para cultivar su campo. Un día la yegua escapó a las montañas. Cuando los vecinos del anciano labrador se acercaron a él para compadecerse y lamentar su desgracia, el labrador replicó: ¿Mala suerte? ¿Quién lo sabe?
Una semana después la yegua volvió de las montañas trayendo consigo una manada de caballos salvajes. Entonces los vecinos felicitaron al labrador por su buena suerte. ¿Buena suerte? ¿Quién lo sabe? Cuando el hijo del labrador intentó domar uno de aquellos caballos salvajes, cayó y se rompió una pierna. Todo el mundo consideró esto como una desgracia. No así el labrador quien se limitó a repetir: ¿Mala suerte? ¿Quién lo sabe?
Una semana después el ejército entró en el pueblo y fueron reclutados todos los jóvenes que se encontraban en buenas condiciones. Cuando vieron al hijo del labrador con la pierna rota, lo dejaron tranquilo. ¿Había sido buena suerte? ¿Quién lo sabe?
Y el cuento no termina y no puede terminar nunca porque nunca se puede saber si algo es bueno o malo en sentido definitivo. Hasta que se encuentra la respuesta en Dios todo puede ser bueno o malo. Si Dios no existe estamos abandonados en manos del azar, de la suerte o de la mala suerte según que nos guste o nos desagrade. Pero nunca sabemos si algo es verdaderamente bueno o malo.
Pero si Dios existe y es nuestro Padre, entonces podemos afirmar que “Todo coopera a bien para lo que Dios llama a ser santos”(Ro. 8,28). Hasta las que llamamos desgracias son en realidad gracias porque vienen de las manos de Dios al cual hay que dar gracias “siempre y en todo lugar” (Prefacio de la S. Misa) El único mal que tenemos que temer lo podemos cometer nosotros mismos y es el pecado. Pero el pecado no es una mala suerte sino una decisión negativa que podemos siempre evitar o de la cual pedir perdón a Dios. Esto significa aquella misteriosa expresión de Jesús: “Teman más bien al que puede arrojar el alma y cuerpo al infierno” (Mt 10,28) es decir, hay que temer de sí mismo porque solamente por nuestra libre decisión podemos separarnos de Dios. Nadie sino nosotros pueden separarnos de Dios: “Ni la muerte, ni la vida ni los ángeles ni los poderes espirituales, ni el presente ni el futuro ni las fuerzas del universo, podrá separarnos del amor de Dios que encontramos en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Ro. 8,38)
Pedro Chinaglia Salesiano (SDB)
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