CÓMO DEBE LEER E INTERPRETAR LA BIBLIA EL CATEQUISTA

CÓMO DEBE LEER E INTERPRETAR LA BIBLIA EL CATEQUISTA

 

 

Estos conocimientos básicos del catequista acerca de la Biblia son imprescindibles para entender el modo de lectura e interpretación que requiere el libro sagrado. Por ser un libro plenamente humano, el catequista debe tener un conocimiento, al menos elemental, del ambiente y la cultura en que nace cada libro bíblico, de manera que sepa situarlo aproximadamente en la época en que se escribe.

Es muy conveniente que tenga una noción, aunque sea sencilla, de lo que son los géneros literarios, para no leer ingenuamente muchos pasajes bíblicos, con el peligro de considerarlos «cuentos o escritos fantásticos». No es preciso entrar en los detalles de métodos y procedimientos interpretativos especiales. Se trata de que pueda leer con provecho las introducciones y notas de su Biblia, de manera que pueda usarla correctamente, sin caer en la sospecha de que se lee una obra totalmente alejada de la ciencia actual o, en el caso de algunos textos del AT, en la perplejidad ante pasajes que parecen chocar con lo propuesto por Jesús en los evangelios. Pero, además, puesto que se trata de un libro en cuya composición ha intervenido también el Espíritu Santo, es preciso aprender a leer los textos con el mismo espíritu con que fueron compuestos. Esto significa que han de leerse en el seno de la Iglesia, ilustrada la lectura con su gran Tradición viva, que se manifiesta por medio de los escritos de los grandes padres de la Iglesia y por el uso que de esos textos se hace en la liturgia. Significa también que, aun siendo libros muy diferentes y compuestos en muy distintas circunstancias, el catequista ha de saber descubrir la profunda unidad de toda la Escritura, que de modo práctico podrá encontrar siguiendo el guion unificador de la historia de la salvación, así como leyendo toda la Biblia con los ojos de Jesucristo, es decir, como referida a él y hablando de él, anunciando velada o clara mente su persona y su acción salvadora. Por último, al ser una lectura hecha en el seno de la comunidad de la Iglesia y en comunión con ella, la interpretación que el catequista hace de cualquier pasaje de la Escritura se sitúa siempre en el marco u horizonte de la fe de la Iglesia, lo que se traduce en la práctica en su consonancia con el símbolo de la fe y el catecismo.

La lectura catequética de la Biblia Como ya he señalado antes, la exhortación apostólica del papa Bene dicto XVI, Verbum Domini sobre la Palabra de Dios en la vida y la misión de la Iglesia, tiene un par de interesantes párrafos que se dedican, de manera sucinta pero expresa, a presentar la relación entre Biblia y catequesis, particularmente desde la perspectiva del catequista (n. 74-75). Los responsables de la catequesis lo conocen bien y, en muchos casos, lo han leído y estudiado con detalle. Aquí baste con glosarlo brevemente y tratar de acercarlo a nuestra concreta realidad, porque considero que pueden descubrirse en sus concisas propuestas algunos caminos interesantes y originales, precisamente por ser procedimientos anclados en la Tradición viva de la Iglesia.

Propiamente, el documento no habla en directo de la Escritura, sino de la Palabra de Dios, que ha de tener un puesto central en la catequesis. Pero, en este contexto, equivale prácticamente al uso de las Escrituras en la práctica catequética. De hecho, del ejemplo concreto que propone, y del que hablaré más adelante, es decir, el caso del encuentro de los dos discípulos de Emaús con Jesús, dice que «representa en cierto sentido el modelo de una catequesis en cuyo centro está la explicación

de las Escrituras» (Lc 24, 13-35), explicación que solo Cristo puede dar. Son varias las indicaciones que en este caso podemos descubrir para el catequista. En primer lugar, es importante no olvidar nunca que la Escritura ha de tener un puesto central en su explicación catequética. En segundo lugar, la lectura que se haga de cualquier pasaje bíblico, ha de hacerse en último término con los ojos de Jesucristo, es decir, debe llevar y conducir a Cristo. Esto no significa que deba prescindirse de su sentido propio. Es precisamente a partir de su significado literal como el texto bíblico del AT nos llevará a Jesucristo, sin que debamos forzar el significado de los textos. El caso de las lecturas dominicales con la es trecha relación existente entre la primera lectura del AT y el evangelio es un ejemplo de cómo la Iglesia nos invita a descubrir el significad cristológico del AT no solo en la homilía litúrgica, sino también en la explicación catequética. Este es precisamente uno de los rasgos característicos de la lectura cristiana del AT. De hecho, la constitución Dei Ver bum del concilio Vaticano II, sin olvidar que las Escrituras del AT «por sí mismo expresan el sentimiento vivo de Dios» y, aunque contengan algunas imperfecciones, en ellos «se encierran sublimes doctrinas acerca de Dios y una sabiduría salvadora sobre la vida del hombre, y tesoros admirables de oración» (DV, n. 15), subraya sobre todo, siguiendo a san Agustín, que «los libros del Antiguo Testamento recibidos íntegramente en la proclamación evangélica, adquieren y manifiestan su plena significación en el Nuevo Testamento» (DV, n. 16). De las consecuencias prácticas de todo esto, hablaré en el próximo trabajo. Finalmente, y en tercer lugar, recordemos que el relato de Emaús concluye con el reconocimiento del Señor resucitado en la fracción del pan, es decir, en la celebración eucarística. Nos es éste un detalle sin importancia para el

Catequista. En último término toda catequesis ha de llevar al encuentro con el Señor y por ello, en algún momento, según la madurez del catecúmeno, se convierte en catequesis mistagógica, es decir, en guía para incorporarse a la celebración litúrgica de la comunidad, especialmente a la celebración eucarística dominical.

Para conseguir esto, la exhortación Verbum Domini, usando en este caso el Directorio General para la Catequesis, recuerda consecuentemente que el catequista «ha de estar totalmente impregnado por el pensamiento, el espíritu y las actitudes bíblicas y evangélicas, a través de un contacto asiduo con los mismos textos»; recordando a la vez que «la catequesis será tanto más rica y eficaz cuanto más lea los textos con la inteligencia y el corazón de la Iglesia» (VD, n. 74). Esto exige, por una parte, una cierta preparación bíblica, como ya he dicho; pero, al mismo tiempo, lleva consigo que esta preparación no quede únicamente en el ámbito de lo intelectual, sino que conduzca a percibir las palabras de la Escritura «como palabras vivas, al igual que Cristo está vivo hoy donde dos o tres se reúnen en su nombre (cf. Mt 18, 20)» (VD, n. 74).

Por supuesto, la contrapartida de esta exigencia es la obligación que tienen las instituciones apropiadas de la Iglesia de ofrecer una adecuada formación a los catequistas en centros o instituciones oportunas, don de la finalidad de esta formación coincida con lo que acertadamente propone la exhortación postsinodal: aprender a «comprender, vivir y anunciar la Palabra de Dios» (VD, n. 75). Es importante tener en cuenta estos matices. La preparación del catequista podrá ser más o menos profunda, según las capacidades del catequista, sus responsabilidades y los medios de que se disponga. Pero en ningún caso puede limitarse a un conocimiento puramente técnico de la Biblia, de sus métodos de

Interpretación, del aprendizaje de una exégesis neutra. El catequista, a la vez que se forma en algunas de las imprescindibles cuestiones para un uso adecuado de la Biblia en la catequesis, ha de ir adquiriendo un mayor aprecio por la Escritura, que se haga presente en su forma misma de vivir. Solo así podrá contagiar el amor y entusiasmo por la Escritura a los catecúmenos o catequizandos.

 

 

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